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Mirella Carbone: “El cuerpo es lo único que nos pertenece”
H ay quienes entienden al cuerpo como dos posibilidades distintas: el cuerpo máquina y el cuerpo símbolo. Mirella Carbone empezó a descubrir el suyo a través de la danza, cuando aún era una niña. Durante años, mientras practicaba sus ejercicios en la barra de ballet, se miraba al espejo y no veía más que ajustes pendientes. “No me preocupaba mi cuerpo como algo estético, me preocupaba hacerlo bien”, recuerda.
Era, de alguna manera, un engranaje arbitrario que iría perfeccionando. Porque, en los sesenta, esa era parte de la educación de las niñas. Porque así lo había decidido su mamá. Y, sobre todo, porque el salón de baile era el lugar menos agobiante de la escuela. Pero una década después, aunque se había salido con la suya, la imagen que le devolvía el espejo le parecía completamente ajena.
“Como el ballet tiene mucho énfasis en la representación, con el tiempo, descubrí que era una oportunidad para soltar cosas que no podía en mi vida cotidiana, que de alguna manera tenía reprimidas. Y eso me daba mucha satisfacción —explica la bailarina y coreógrafa—. Pero, a los 17 años, yo no sabía si me gustaba o no. No tenía ni idea”.
La primera afirmación la encontró una mañana de 1970, poco después de terminar el colegio. Como tantas otras veces, se había encerrado en el baño de la casa familiar, en Magdalena. Pero aquel día —en lugar de jugar a conducir un programa de televisión frente al espejo o buscar un rato de paz lejos de sus hermanos— Carbone hizo algo imprevisto: agarró las tijeras y se cortó los rulos que, durante tiempo, había llevado como una carga.
“No sé por qué lo hice, pero me miré y fue la primera vez que me gusté”. No era una simple cuestión estética. La bailarina habla de descubrirse y de una transición a la adultez. “Fue como un rito de pasaje y, a la vez, me agarré; porque antes me tenían agarrada mi mamá y mi hermana mayor”.
Ese gesto de rebeldía no fue el único. El mundo, las personas y ella misma, sentía, estaban cambiando. Y el ballet ya no parecía encajar allí. Así, de repente, empezó una serie de cambios que dejaron de lado a aquella danza y se acentuaron con una mudanza temprana a Italia.
“Fueron años en los que me dejé llevar, sin tener un objetivo muy claro. Simplemente la pase bien y aprendí muchas cosas”, cuenta. Si bien estudiaba Historia del Arte —una carrera que dejaría dos años después— en Perugia y se ganaba la vida como niñera, aprovechaba cada oportunidad para viajar. “Estaba fascinada. Estando sola, empecé a descubrirme con mis debilidades y mis potenciales”.
La mayoría de esos aprendizajes llegaría con decisiones intrépidas. Como aquella vez, en plena guerra del Yom Kipur, en que viajó desde Egipto a Israel y terminó, al igual que otros pasajeros, en una sala de interrogatorios. “Fue una experiencia fuertísima. Sola y sin hablar mucho inglés. Pero si no me hubiera pasado eso, no me habría reconocido en mi fortaleza”, explica.
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Su personalidad hizo que los imprevistos siguieran moldeando su temple durante décadas. Ocurrió a su regresó a Lima, cuando incursionó en el teatro corporal, durante una estadía en Ecuador en la que empezó a investigar sobre el movimiento y, cuatro años después, con las experimentaciones en la danza contemporánea y performática, ya de vuelta en el país.
“La danza me abrió los poros. Me fui desarrollando a prueba y error —reconoce la mujer que se convertiría en un referente de la cultura peruana—. Y si algo le agradezco, es que me dio seguridad, más libertad y un poco de conciencia del bienestar”. Algo que, desde la adolescencia, iría guiando decisiones como mantener su pelo con canas al natural y, ahora, le permite desafiar los prejuicios que enfrentan muchas bailarinas adultas.
Hoy, cuando vuelve a mirarse al espejo, Mirella cuenta que hay un pensamiento recurrente: “Cómo ha pasado el tiempo”. La afirmación no encierra algo parecido a la amargura. “Tratar de tener la eterna juventud sería ir contra al corriente —plantea—. Más bien trato de que no me fastidie, de tener actividad y la pasión viva. Porque eso es lo único imprescindible para bailar y expresar aquello que siento”.
Escribe: Gloria Ziegler
Fotos: Lucía Ríos
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